viernes, 28 de febrero de 2025

El Ser como fundamento de la política Principios y Valores

El Ser como fundamento de la política

¿Qué es la doctrina social de la Iglesia?

¿Qué es el bien? Esa es la pregunta fundamental que debemos hacernos a la hora de encarar cualquier discusión moral. Y aunque pueda parecer una pregunta con una respuesta simple, puedo garantizarle al oyente que está lejos de serlo.

En efecto, los filósofos han desarrollado multitud de conceptos de lo que el bien (y por extensión, el mal) es. En la era moderna, uno de los pensadores más influyentes en este campo fue el judío Baruj Spinoza, famoso por haber sostenido la posición de que el universo es Dios mismo o una manifestación de él, pero del que puede decirse, sin temor a equivocarnos, que ésta es sólo una de las numerosas e interesantes conclusiones a las que llegó.

Spinoza entendió el bien como sinónimo de “lo deseable”, una idea eje, que une a diversas posiciones en el campo de la ética. Es una idea de sentido común: lo que en cualquier campo de la vida se considera “bueno” es, por ello o como consecuencia de ello, deseable para el hombre.

En la filosofía aristotélica, el bien supremo del hombre es la felicidad, a la que todos aspiramos por naturaleza, y que es alcanzable a través de la virtud. Para Platón, lo bueno es sinónimo de lo bello, que es deseable en virtud de su propia belleza.

Sin embargo, lo verdaderamente llamativo de la visión espinosista es el haber reducido esta “deseabilidad” a una cuestión meramente subjetiva, sin que nada más que lo que el ser individual ve como “deseable” sea digno de llamarse un bien.

Dicho de manera simple, las cosas son buenas porque las deseo, y no a la inversa. Lo bueno, entonces, puede ser cualquier cosa que el individuo anhele, por mucho que al sentido común pueda parecerle irrisoria, o incluso horrible.

Para un hombre que desee abusar de un niño, al igual que para uno que desee hacerle un bonito regalo movido por su amor, ese será el bien. No hay parámetros objetivos para la bondad, ni un criterio universal e inescapable, por ende, para la moralidad.

La visión de Spinoza rompió con siglos de lo que en historia de la filosofía se conocía como “ética de la virtud”. De repente, ya no había un fundamento para un juicio moral que no fuera una mera convención, una ficción útil.

De esta comprensión amoral de la realidad, deriva la mayor parte de la ética contemporánea. Ha habido quienes, como Kant, intentaron reconstruir el edificio de la moral, pero sus esfuerzos han pasado a la historia del pensamiento como meras anécdotas.

Otros, como Nietzsche, Stirner o Carl Schmitt, han llevado la idea de Spinoza hasta sus últimas consecuencias, con la negación de toda ética del deber, y la aspiración a una “subversión de todos los valores”, en que los principios de justicia y equidad sean trascendidos en beneficio de los así denominados “valores guerreros” de la fuerza y el poder.

Nietzsche, en particular, condenó al cristianismo por su exaltación de la humildad, la mansedumbre y el servicio y protección de los débiles y necesitados. Para él, esta cosmovisión tiende a minar el carácter de quien la sostiene, que ya no está dispuesto a aplastar a sus enemigos, o a quien se ponga en su camino, con tal de lograr la máxima exaltación de su propio yo.

Corrompidas y manipuladas por los hitleristas, las ideas de Nietzsche sirvieron de justificación para la barbarie nazi, que veía en el guerrero ario que aspiraba crear al Superhombre anunciado por Zaratustra.

El comunismo no se quedó atrás. Partiendo de la negación espinosista de la moral, Marx concibió a la ética como una construcción de las clases dominantes, que debe ser dejada a un lado por los revolucionarios en pro de la construcción del mundo ideal.

Decenas, si es que no cientos de millones de muertos, nos ha costado aquella lacra llamada “relativismo moral”, nacida de la negación de Dios como fuente de toda razón y justicia, y Su reducción a un mero creador apático, tal vez incluso involuntario, para el que no somos importantes en lo más mínimo.

Sí, en efecto, cara nos ha salido la renuncia a la moralidad basada en lo que es bello y bueno por sí mismo, independientemente de los deseos y caprichos del pueblo o del monarca.

Pero… ¿existe una alternativa? ¿Acaso hay, en la historia de la filosofía, alguna idea que pueda servirnos para reconstruir nuestro sentido del deber ser, y para revalorizar el amor como supremo bien?

Considero que, en efecto, lo hay. Algo que he aprendido en mis años de estudioso amateur del pensamiento cristiano medieval es que, en realidad, hay muy poco en lo que se pueda innovar.

Los antiguos han dicho, en el campo de la ética, ya casi todo, y es nuestro deber atender y desarrollar lo que los más grandes pensadores de la tradición occidental han concluido antes que nosotros.

En uno de ellos quisiera enfocarme. “El más sabio de los santos, y más santo de los sabios”, Santo Tomás de Aquino, tal vez el más brillante pensador cristiano que haya existido jamás, y por lejos el más influyente en la doctrina y enseñanza de la Iglesia Católica desde su muerte en el siglo XII.

¿Qué es el bien para Santo Tomás? Dicho en una palabra, Dios, pero la idea requiere de algo más de desarrollo.

En Aristóteles, en quien Aquino se basó para construir todo su pensamiento, y según señalé, lo bueno es lo deseable. Sin embargo, a diferencia de Spinoza, el Estagirita no redujo lo “deseable” a lo que la mera subjetividad individual considerara como tal.

En él, al contrario que para Spinoza, Nietzsche y Marx, las cosas son deseadas porque son buenas, es decir, son conformes a lo que el ser humano, por sus propias disposiciones naturales, aspira a poseer y realizar.

Todo ser humano aspira a ser feliz, cosa que no se reduce a la mera vida placentera, sino que es entendido, en un todo, como la plena realización de aquello que corresponde a su naturaleza.

Clave en esta visión es el concepto de “fin”. Cuando a día de hoy hablamos de un “fin”, entendemos algo que la voluntad define como objetivo. No es esto a lo que Aristóteles se refiere. En él, “fin” es la disposición natural de algo según el tipo de cosa que es. El perro tiene por fin cazar porque está dispuesto a ello, y la planta tiene por fin el mantenerse viva a través de la fotosíntesis, ya que a eso se dirige todo su ser.

La plena concreción de los propios fines es clave en el pensamiento moral aristotélico tomista, que sostiene que todo hombre desea, por naturaleza, llegar a ser lo más perfecto y noble que puede llegar a ser.

Así, no puede ser bueno para un hombre el abusar de un infante, pues esto es contrario a la plena realización de su sensibilidad y su capacidad de aprehender y desear la justicia, pero siempre serán buenos la caridad y el amor al prójimo, exactamente por lo contrario.

El bien es objetivo, connatural al ser humano, y se identifica, así, con el ser, con la “cantidad” de existencia que una entidad posee. El que es sabio posee más el ser del conocimiento y de la prudencia, es decir, existe más, y por ende, es más bueno.

Dios, al ser Infinito e Ilimitado, al poseer el Ser en grado sumo, no faltándole nada de lo que podría tener, es el Bien por excelencia, al que todo tiende, y que crea por la mera efusividad de toda bondad, que siempre desea comunicarse a sí misma.

“¿Y cómo se relaciona todo esto con el peronismo?”, podrá alguien preguntar. La respuesta es muy simple: el peronismo se fundamenta en la doctrina social de la Iglesia, que es la aplicación al campo de la política de la visión tomista de la ética.

La política, para la Iglesia, tiene por justificación y fin último el lograr la plena realización de todos y cada uno de los miembros de una sociedad, que se denomina, genéricamente, como “bien común”. Nada fuera de esto es el propósito de una comunidad organizada, que en caso de atender a cualquier otro anhelo, se convierte en una ilegítima banda de delincuentes.

De la naturaleza humana se siguen una serie de principios que todo político debe atender en vistas a la realización del bien común. Estos son, por jerarquía ontológica, los siguientes:

      En primer lugar, tenemos a la dignidad de la persona humana: cada ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios, cosa que le otorga un valor intrínseco e inalienable. En virtud de este principio, se rechaza toda forma de discriminación, explotación o cosificación del ser humano, y subraya la necesidad de proteger sus derechos fundamentales.

      El segundo es el bien común: el conjunto de condiciones que permiten a todas las personas llegar a su pleno desarrollo, y que deben ser el objetivo de la organización social y política, antecediendo (pero nunca excluyendo) los intereses individuales.

      La solidaridad, el tercero, nos dice que todos los seres humanos son corresponsables con los otros, y especialmente con los más vulnerables. No es sólo un sentimiento, sino una obligación moral de trabajar por un mundo más justo

      Por último, tenemos a la subsidiariedad: el menos entendido de los tres, consiste en que las decisiones deben tomarse en el nivel más cercano posible a los inmediatamente afectados, promoviendo la autonomía y participación de los mismos, pero sin descuidar la ayuda de instancias superiores. Dicho de manera simple, lo que puede hacer el barrio de manera eficaz, no debe hacerlo el municipio. Lo que puede hacer el municipio sin mayores problemas, no le toca hacerlo al gobernador. Lo que puede hacer el gobernador, no es debido que lo haga el presidente.

Tanto el comunismo como el capitalismo liberal van radicalmente contra al menos uno de estos mandatos. El primero, atenta contra la dignidad de la persona humana y la subsidiariedad, al aspirar a un gobierno centralizado que toma todas las decisiones e instrumentaliza a las personas, a veces hasta extremos aterradores. El segundo, va contra la solidaridad y el bien común, al promover el individualismo y la atomización de las personas.

El pensamiento justicialista, “profundamente cristiano y profundamente humanista”, hace suyas estas ideas. No entiende, como a menudo lo hace el progresismo, que el bien político es independiente del bien moral, o que la justicia puede estar separada de la solidaridad, como lo considera el libertarianismo actualmente en el poder.

A modo de conclusión, invito a los oyentes a buscar por internet y leer Rerum Novarum, de Su Santidad León XIII, y Centesimus Anus, las principales obras de los Pontífices sobre esta interesante y trascendental materia, que puede, si Dios quiere, brindar a la Argentina el futuro que tanto merece.

A los que no sean católicos, los invito a estudiar la tradición política de la Iglesia, que tanto tiene para aportar al pensamiento social de todos los cristianos en general, por fundarse en las ideas que los Santos Padres recibieron de los Apóstoles, en sagrado matrimonio con el pensamiento de los más grandes sabios del mundo antiguo.

Y a los que sí lo sean, además de instarlos a profundizar en este aspecto de su fe, los llamo a orar a Dios y todos los santos para que, iluminado por la belleza del Amor de Cristo, el futuro pueda demostrar sobradamente que los mejores días fueron, son y serán peronistas. Muchas gracias.

jueves, 27 de febrero de 2025

La Corte de AlAlion, capítulo n° 1

 

La Corte de AlAlion

Capítulo 1

Una joven promesa

Tras el telón de un escenario, una joven hacía un último repaso de su exposición. Aunque había dado la misma charla mil veces antes, nunca estaba de más asegurarse de que las cosas salieran del mejor modo posible. Después de todo, en la lucha por el poder sobre las mentes y corazones de las masas, ninguna perfección es excesiva.

Su nombre era Alma, y era la hija menor de la familia Sáez. Tenía veinticinco años recién cumplidos, y se había recibido de la carrera de Ciencias Políticas hacía no mucho.

Era esbelta, de complexión delgada y rasgos finos, con una larga cabellera dorada coronando su cabeza, y su belleza le había sido útil a la hora de ganarse primero el aprecio, y luego la admiración de numerosos hombres y mujeres en las redes sociales que la habían catapultado a la fama.

Su natural carisma y su notable inteligencia también habían sido decisivos. Sus inicios en este mundo habían consistido en ella hablando sobre las Sagradas Escrituras de su fe alionista, y pronto había derivado en la exposición de sus opiniones políticas, tan influidas por su religión como cabría imaginar.

Tenía dieciséis años cuando conoció a Cecilio. Un hombre que en aquél momento iba camino a cumplir los treinta años, conocido en el marginal mundillo de la derecha del país por sus críticas hacia los movimientos progresistas que, hacía ya varios años, habían estado en el cénit de su poder e influencia, y que para este punto ya se encontraban en retirada de cara al común de las personas.

Él le había enseñado gran parte de lo que sabía. Cuando lo conoció, a través de redes sociales, él era todavía un gran desconocido, al que sin embargo la vida no tardó en conceder fama y fortuna, cuando uno de sus libros, sorpresivamente, se transformó en un best seller.

Cuando hablaron por primera vez, ella era ligeramente más conocida que él, pese a lo cual lo admiraba y, cuando por fin él ganó la influencia que su genio había sabido concederle, pronto desarrolló una notable devoción por su figura.

Para sus diecisiete años, era una estrella de la política “online”, que empleaba su fama y su condición de mujer para oponerse, específicamente, a la causa de moda por aquellos años: el feminismo, que entre su militancia en pro de la legalización del aborto y su promoción de una tal vez mal encaminada pero muy real fraternidad entre mujeres, se las había arreglado para gobernar los destinos de los más importantes partidos políticos de su patria.

Desde entonces, su influencia en los círculos conservadores había crecido exponencialmente, y para sus veinte años, ya trabajaba junto a otras decenas de activistas para llevar a Cecilio a nada menos que la casa de gobierno del país. Algo que, finalmente, acabarían por lograr.

Y a los veintidós años, publicó su primer libro, que apareció ante las masas como una aguda crítica de las ideas y propuestas tanto del movimiento feminista como, sobre todo, de la causa de los activistas homosexuales y transgénero, a quienes se oponía fervorosamente.

-¿Lista? – le preguntó Iván, su novio, con una sonrisa en los labios que, como en muchas otras ocasiones, contrastaba fuertemente con la discusión que habían tenido apenas horas atrás, en que la violencia verbal mutua por poco se transformó en física.

Pese a su conflictiva relación, ninguno de los dos había querido cesarla. Él la veía, y ella lo notaba, como un medio para resaltar su masculinidad, por la que ganaba la devoción de numerosos hombres jóvenes en busca de una identidad. Ella, por su parte, lo necesitaba. No era una buena idea que la luz pública iluminara lo profundo de su corazón.

         -Lista. – respondió ella, forzando una sonrisa en sus labios.

Y con estas palabras, apareció ante su público, agradeciendo su presencia, mientras era ovacionada por la multitud. Sí, definitivamente lo que había logrado con su vida la llenaba de esa gratificación que nace de ver la admiración de otros por la propia obra. Una lástima que sus beneficios se quedaran sólo en eso.

-Para empezar – habló solemnemente, mientras ponía en práctica los gestos y la actitud que había aprendido de su maestro – debemos saber en qué consiste la tristemente famosa “ideología de género”, raíz y fruto de los males de la sociedad contemporánea.

El gran pensador Cecilio Álzaga, a quien tengo el honor de poder llamar “mi amigo”, la entiende como la negación de lo que el dato biológico puede decirnos sobre la sexualidad, reduciendo su esencia a una mera cuestión de autopercepción. Idea, por supuesto, absurda, pero que, alimentada con el dinero de las élites transnacionales es susceptible de provocar innumerables males, y promover la represión de bienes sociales esenciales, como la libertad de expresión y de pensamiento.

Así, hoy en día, mientras hablamos, la “progresía marxista” de Ariadne aspira a que la ley permita a un niño el modificar su cuerpo para “adecuarlo” a su autopercepción, a la vez que pretende prohibir a un homosexual recibir una terapia que pueda, tal vez, ayudarlo a resolver su problema.

En este absurdo proceso histórico, se intenta que creamos que un hombre castrado es una mujer, y que un adulto puede ser un niño si así lo siente. Un perverso conglomerado de ideologías promueve que una madre elimine a su hijo en su vientre, incluso si éste ha sido fruto de su mera irresponsabilidad.

Pero me alegra, con todo, ver que los hombres y mujeres de bien de nuestra sociedad actúan contra tan terribles planes. Es para eso que nos reunimos hoy: para discutir cuál es la situación actual de nuestra sociedad, y cómo podremos, por fin, ganar de una vez y para siempre la guerra cultural.

A medida que hablaba, las personas a su alrededor la escuchaban con toda su atención, seguramente admiradas de su capacidad retórica. Su discurso era firme y seguro, y hablaba con autoridad.

La conferencia fue un éxito. Al finalizar, se llevó los aplausos del público, que celebraba el contar de su lado en esta batalla con una joven tan brillante, que ejemplificaba como nadie la omnímoda superioridad de su cosmovisión.

Sí, ciertamente había mucho que celebrar en su día a día, Pero, como podrá imaginar el lector, esto no pasaba de ser sólo una de las muchas capas de su existencia, que como todas está salpicada de dolores y alegrías incompletas.

Una de ellas, era provocada por nadie menos que sus padres. Su relación con ellos era, a decir verdad, tormentosa. De carácter estricto y profunda, tal vez malsana religiosidad, ellos hasta hoy no le perdonaban sus pecados, por los que seguía siendo motivo de vergüenza para su familia.

Esto, claro está, contribuía poderosamente a su continuo, cada vez más sólido sentimiento de culpa. ¿Cómo podía haberle hecho esto a sus padres, o a su Señor? ¿Cómo es que había tenido el atrevimiento de desafiar la Ley Divina y la sabiduría humana, sin mayores consideraciones?

Tal era la raíz de su miseria, pero no había demasiadas razones para darles atención en ese preciso momento. Especialmente siendo que la ronda de preguntas estaba por comenzar.

Se sentó tras la mesa a un lado del escenario, y pronto fue testigo de cómo numerosas personas alzaban sus manos, a fin de obtener de ella una diminuta porción de su saber.

De entre los presentes, llamó su atención una joven de cabello castaño y ojos marrones, a la que había notado anteriormente tomando nota de sus palabras, y que evidentemente sería fuente de interesantes preguntas con que cerrar el evento.

Y así, cometió el que, sin que pudiera sospecharlo, estaba por convertirse en el mayor error que jamás fuera a cometer.

-Tú, querida. Dime lo que quieras saber, por favor. – habló, señalando a la chica.

-Muchas gracias, Alma. – contestó ella – En primer lugar, quiero preguntarle cuáles son sus críticas al nominalismo.

Alma arqueó una ceja. Conocía el término por sus estudios universitarios, pero el problema de los universales no era un tema que hubiese investigado a profundidad en absoluto.

Su silencio no tardó en volverse embarazoso, y pronto se vio obligada a hablar una vez más.

-Perdona, pero no es un tema que domine. Y no sé cuál es su relación con el de la conferencia.

-Por supuesto que la hay. – insistió la chica – Toda la crítica de la teoría de género al concepto de “sexo” radica en la visión nominalista. Si las distintas cosas reunidas bajo un mismo concepto no guardan relación entre sí, no es razonable equipararlas sin más. De modo que, siendo que no domina este asunto, me pregunto por qué se molesta en opinar en primer lugar.

Alma no tardó en ponerse en guardia. Ahora era evidente la verdadera intención de su interlocutora. Pero, al mismo tiempo, en realidad no tenía mucho por replicar, siendo que apenas podía entender su explicación.

-En segundo lugar – continuó la joven - ¿Podrías explicarnos en cuáles de sus libros, y exactamente de qué manera, los promotores de la teoría queer defienden que la realidad es definida por nuestra autopercepción, y cómo esto les sirve para argumentar que un varón adulto puede ser niño otra vez?

La expositora, una vez más, la miró sin estar segura de cómo responder. Ciertamente conocía algunos títulos de estos autores, pero estaba consciente de que la chica que ahora la desafiaba era considerablemente más culta que su oyente promedio. Y sin embargo, tenía que decir algo.

-Si te interesan este tipo de temas, te recomiendo leer a los autores originales. Yo estoy hablando de una manera en que todos puedan entenderme. – intentó defenderse.

-Ya lo hice. Soy estudiante de filosofía. Y apuesto mi casa a que ninguno de los aquí presentes va a encontrar, en el trabajo de esos escritores, la menor referencia a la burda caricatura que usted mencionó al iniciar.

Alma se sintió, como cabría esperar, personalmente agredida por el atrevimiento de la muchacha, cosa que el destino no tardaría en cobrarle a un alto precio.

-Entonces, ¿la biología es una construcción social? Vaya, como que no estás contribuyendo de la mejor manera a la percepción pública de tu ideología. – intentó burlarse de la joven.

-No dije eso. Simplemente estoy demostrando que no tienes la menor idea de los temas que tocas, y que eres una profesional a la hora de tomarle el pelo a tus seguidores.

La reacción de la gente no se hizo esperar. Algunos de los presentes reían llevándose las manos a la cara, en lo que filmaban el encontronazo entre ambas. Se sentía humillada, y esto no tardó en hacer que perdiera los estribos.

         -En fin. Ya tuve suficiente de ti. Siguiente pregunta.

-Por supuesto – la desafió la joven - ¿Tiene usted alguna experiencia lidiando con víctimas de terapias de conversión?

Con esto tuvo suficiente. Estalló en rabia, gritándole a la chica que se largara. Y con eso, aunque aún no lo sospechaba, su suerte quedó echada.

El exabrupto llevó a que su novio interviniera, sacándola del sitio, y dando por abortada, prematuramente, la sesión.

En el camino a casa tras el suceso, él evitaba dirigirse a ella, suponiendo que su estado mental no era de lo más propicio. No se equivocaba. Pues Alma, sollozando, resentía profundamente el de seguro involuntario golpe bajo de su adversaria.

Allí, sin atreverse a exteriorizar sus sentimientos, recordaba sus años de secundaria, cuando había conocido a otra niña que pronto la hizo olvidar todo lo que su fe le había transmitido.

Recordó el remordimiento tras su primer beso, y estar de rodillas, llorando y preguntándole a AlAlion el por qué de su miseria.

Se vio a sí misma siendo descubierta tras olvidar bloquear su teléfono, y la paliza que su madre le dio aquél día. No podía olvidar cómo la separaron permanentemente de su querida, que fue expulsada del colegio, y a la que nunca volvió a ver.

Y, lo más doloroso, se recordó asistiendo a las sesiones de esa mujer que prometía “curarla” a base de prohibiciones y vergüenzas que la hicieron soñar con abandonar este mundo, y que finalmente, unidas a los golpes de su propia conciencia, la obligaron a pretender que el problema había desaparecido.

Sí, vaya que tenía experiencia con las terapias de conversión.

Al llegar a casa, subió a su habitación, y por fin revisó sus redes sociales. No tardó en descubrir con horror que alguno de los muchos videos que los asistentes habían grabado, no sólo quedaba como evidencia de su traspié, sino que además se había vuelto bastante popular entre los adversarios de su movimiento en Internet, que ahora se burlaban de su incapacidad para contraargumentar en tan vergonzosa escena.

“Vaya, sí que le dolió lo de las terapias. Parece que alguien no ha encontrado aún la llave de su armario”, se burlaba uno de los comentarios.

No tardó en descubrir la identidad de la responsable de tal humillación. Su nombre era Victoria, y era el tipo de activista de Internet que ella era, sólo que, al menos hasta ahora, sin la relevancia que había conseguido.

Miró a su foto de perfil con odio durante varios segundos, antes de apagar su teléfono e intentar dormir una siesta, con la esperanza de que al despertar, el mal rato hubiese terminado.

“Demonios”, pensó, “definitivamente debo controlarme más”. Y no era para menos. Después de todo, una vez más su deseo por la admiración de una joven atractiva le había traído problemas.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 11: La soga del Imperio

XI

La soga del Imperio

Sola y traicionada por una de las criaturas a las que más había llegado a amar, la general Akim Hedeon reflexionaba en su celda, experimentando por primera vez en mucho tiempo una emoción que llevaba largos años sin dominar su mente: el miedo.

De sólo pensar en lo que el Imperio le haría ahora que había sido descubierta, un escalofrío recorría su espina dorsal. No era para menos. En comparación con su destino, la horrible muerte del capitán Valder sería una suave y refrescante brisa veraniega.

Y pese a ello, la más profunda raíz de su dolor no era tanto su propio destino, como el saber que su niña no había dudado en entregarla… por temor a lo que ella misma podría hacer.

Cuando descubrió que su cápsula había caído sobre la superficie de Janidia, inmediatamente envió a algunos robots en su búsqueda. Robots que, para su preocupación, encontraron sólo la pequeña nave estrellada, y ni rastros de su hermana menor.

Furiosa, estuvo a punto de decretar la aniquilación total de las bases alienígenas en la superficie, cuando, sin entender demasiado, fue esposada por una soldado que hasta hacía minutos había estado bajo su mando.

-Akim Hedeon, está usted arrestada por traición a la Corona. – le dijo, con tono autoritario.

Ella se tomó el hecho de haber sido descubierta, en un principio, con cierta tranquilidad. Conocía los riesgos, y los había asumido desde un principio. Pero cuando supo que su delatora era nada menos que la niña a la que había adoptado meses atrás, esa que era la viva imagen de la que había perdido tantísimo tiempo antes, su mirada pétrea y decidida se deformó en una mueca de terror, sorpresa y, sobre todo, decepción. Ella, de algún modo, se las había ingeniado para obtener otra cápsula, y trasladarse hacia otra de las naves, desde la que miembros del Consejo del emperador vigilaban la operación.

La traición de Orel le dolía más que su destino, y ahora, preparándose para su final, sentía una particular combinación de emociones. Por un lado, la odiaba más de lo que nunca hubiese podido odiar a Valder. Por el otro, su amor por ella seguía vivo, y el que se pareciera tanto a la hermana que había perdido en la adolescencia contribuía a su miseria. Era como si la niña a la que vio morir se hubiese levantado de la tumba para burlarse de su corazón. Ese corazón tan maltratado… y tan endurecido por su larga y difícil vida.

Hizo, entonces, un último repaso de su existencia. Se recordó de niña, como la hija mayor de una familia feliz y acomodada, de la que estaba, ante todo, orgullosa. Se vio a sí misma siendo capturada por Valder, y esclavizada en la nave que sería su prisión durante los siguientes años.

A su memoria vinieron entonces sus tiempos en el ejército, y las difíciles decisiones que se había visto obligada a tomar para garantizar su supervivencia, y el ascenso en la jerarquía que tanto la había enorgullecido.

En ellos, fue autora y testigo pasiva de numerosos hechos que un hombre común vería como infames. Fue duro, y su conciencia le recriminó sus crímenes durante algún tiempo, pero gracias a tales experiencias aprendió que el poder nace de la boca del fusil, y que la guerra es raíz de todo orden.

Y por último, se vio rescatando a Orel, y las lágrimas de arrepentimiento por ello pronto empezaron a brotar de sus ojos. Y entonces… se detuvo.

¿Lloraba ella por una niña? ¿Una niña, como las que alguna vez había eliminado a punta de bala, o de detonaciones a gran escala?

En un principio, no supo procesar la sorpresa al percatarse de que había pasado todo ese tiempo sin apenas reflexionar sobre lo que implicaba su trabajo. Con todas las vidas que había arrebatado, ¿acaso no era justo o, como mínimo, esperable que su destino fuera perderla también?

Tal vez, y esa posibilidad hería profundamente su orgullo, por lo que intentó, en vano, reprimirla durante varias horas. Y pese a todo, al final, fue incapaz de seguir sosteniendo la enorme y cada vez más evidente farsa que la protegía de la verdad: ella se merecía exactamente lo que estaba por ocurrirle. Y después de eso, merecía como pocas personas el juicio y el castigo de la Corona de la que emanó la Dios que creó el mundo, que de existir seguramente la mantendría purgando sus innumerables pecados hasta el fin de los tiempos. O para siempre, si la creencia de los alionistas en un Juicio Final por parte del Ser Supremo no eran más que fantasía.

“No sé si estés ahí”, dijo en voz baja, sumida en la oscuridad. “Y no merezco Tu clemencia. Pero si me estás escuchando, te pido que tengas con los que maté la piedad que yo no tuve”.

No se atrevía a rogar por sí misma, aunque sabía que un miembro de esa fe diría que AlAlion sin duda iba a escucharla. Pero no era realmente un problema. Iba a tener miles, si es que no millones de años para pagar sus culpas.

Cuando ya sólo quedaban minutos para partir al juicio terrible de la Mente cósmica, una visita inesperada la sorprendió como el golpe de un martillo.

Allí, tras los barrotes, pudo distinguir la silueta de Orel, quien había pedido específicamente conversar con la amiga a la que tanto había amado.

-¿Por qué viniste? – le preguntó, mirándola con una rabia que la protegía de asumir sus propios pecados de cara a su niña.

         -Porque quería verte una última vez.

Akim volteó a verla, sin decir nada. Por primera vez en demasiado tiempo, no tenía control sobre la situación, ni deseaba tenerlo.

-¿Por qué hiciste esto, después de todo lo que he hecho por ti? – le recriminó, finalmente.

-No quería que fueras recordada como el monstruo en que te estabas convirtiendo. – contestó la niña.

Hedeon se quedó sin palabras por unos segundos, antes de continuar.

         -¿Crees que fue lo correcto?

Los ojos de la chica se humedecieron, sin atreverse a decir nada. Su mirada, compasiva, expresaba todo lo que ella necesitaba saber. Finalmente, Akim le sonrió, con una extraña sensación en su corazón. Una combinación de la tristeza más absoluta, con el sentimiento de orgullo por su hermana que no había podido sentir desde su deceso, hacía ya más de diez años.

         -Quizá tengas razón. – fue su respuesta.

Y así, el guardia abrió la puerta de la celda, indicando que había llegado el final.

-Perdóname por obligarte a esto. – le dijo a la niña, en un vano intento por consolarla – No merezco tus lágrimas. Y ya es hora de que yo… me vaya al Infierno.

Y con estas palabras, se alejó, con las manos atadas, camino al otro mundo. No lloró. No suplicó. Caminó con la mirada alta y orgullosa con que había vivido.

Orel la vio por última vez cuando el corredor de la muerte se cerró tras ella. Las antiguas supersticiones de los hombres que vivieron antes de la era espacial, sostenían que los que debían encontrarse, a fin de enseñarse a ser mejores seres humanos, estaban unidos por una soga invisible de color rojo.

Su soga había sido la del Imperio, y con todos sus crímenes, jamás la desataría de su alma. De esa mujer brillante había aprendido muchas cosas que se quedarían con ella hasta su último día. Disciplina, orgullo, sabiduría.

No sabía si Él existía, pero rogaría a AlAlion para que su encuentro con el Infierno que había sabido merecer fuera lo más clemente posible. Y para que, cuando la historia terminara, su alma, liberada… descansara en paz.

 

Estrellas en ruinas, cuento n° 10: Cosechadores de almas

X. Cosechadores de almas

Desperté en el suelo de la cápsula, tras el golpe en la cabeza que el impacto de aquella contra el suelo de la selva janidiana me había propiciado. A mi lado, Loristol y Kael yacían apenas conscientes, haciendo lo posible por levantarse.

-¿Dónde estamos? – preguntó ella, sólo para gemir de dolor  un segundo después. No tardamos en notar que su brazo izquierdo estaba roto.

“Oh, demonios”, recuerdo haber pensado. Estábamos a mitad de la nada, sin ninguna presencia humana en lo que seguramente serían kilómetros a la redonda, y en peligro de ser atacados por bestias salvajes en cualquier momento.

Sí, definitivamente el destino se había ensañado con nosotros.

-Tenemos que buscar ayuda. – dijo Kael – Ustedes quédense aquí, yo trataré de encontrar alguna cabaña, o algo por el estilo.

El plan parecía sensato. Alguien podría cuestionarme por enviar al pobre chico a hacer la tarea él solo, pero la verdad es que no era seguro dejar a una Loristol herida y sin compañía.

Habíamos acabado en esta situación tras el impacto del HMS Rayo de Zeus contra nuestra nave principal, del que habíamos logrado escapar con la general en el último minuto.

Para ese punto, no podía sentirme más inquieta con lo que Akim había estado haciendo en los últimos meses. Las masacres habían enternecido mi conciencia, y ya hacía un par de semanas estaba decidida a actuar, pero no sabía cuándo ni cómo hacerlo.

Delatar a Hedeon no habría detenido las muertes. A fin de cuentas, ella sólo estaba siguiendo el proceder habitual del ejército imperial en tales situaciones. Pero sin duda alguien capaz de hacer lo que ella hacía podría, con toda certeza, provocar la mayor masacre en la historia humana si sus planes de dar un golpe de Estado se llevaban a la práctica.

Y sin embargo, cuando llegamos a la órbita del mundo que alguna vez llamé hogar, y habiéndose constatado sobradamente que no estábamos luchando contra bestias sanguinarias, sino contra un pueblo más humano aún que la propia humanidad, decidí que no estaba dispuesta a ver otra serie de detonaciones nucleares sobre su superficie.

En las horas anteriores, había conversado sobre el asunto con Kael y Loristol. Se sorprendieron al conocer la existencia de los planes para derrocar a la monarquía, pero al mismo tiempo, concedieron que tal decisión estaba bien fundada.

-La verdad es que no me opongo a acabar con el absurdo sistema en que vivimos. – me explicó Kael – El Imperio es la estructura más corrupta que puedo imaginar.

-A veces el remedio es peor que la enfermedad. – replicó Loristol – Sabes bien que los primeros en morir no van a ser el emperador y su familia. Van a ser personas como nosotros.

A decir verdad, estaba sorprendida por el grado de profundidad en las reflexiones de mi amiga. Definitivamente había madurado mucho en estos meses.

Ella siempre había sido una chica más bien superficial. Una jovencita de lo más común, que nunca demostró el menor interés por la política. Yo misma, en ocasiones, le recriminaba amistosamente su desidia por la cosa pública, que, pensaba y pienso, es una de las grandes causas de los numerosos sufrimientos de todas las humanidades.

Pero desde que conoció a Kael, las cosas comenzaron a cambiar. Ese chico, que por motivos que no estaban del todo claros había tocado su corazón, se había dedicado a enseñarle sobre la vida de aquellos que tenían menos suerte que nosotras.

Conocer las historias de los jóvenes que se veían obligados a robar para comer, o de las prostitutas adolescentes que debían dedicarse a tan terrible labor para alimentar a sus hermanos menores, había causado que, por primera vez en su vida, tuviera auténticas ganas de cambiar las cosas.

Y esto, unido a la sorprendente pureza de su corazón, le había conducido a anhelar una transformación social fundada no en el odio divisivo de muchos, sino en la compasión y el amor como principios rectores de la política.

-Lo sé, y por eso creo que debemos hacer algo para detener a Hedeon, pero en algún momento alguien tiene que acabar con este sistema. – insistió Kael.

-Seguro – volvió a hablar Loristol – pero a los crímenes los debe pagar quien los cometió, no los pobres diablos que se pasan la vida trabajando para sobrevivir.  

Todos coincidimos, aunque no teníamos la menor idea de por dónde empezar. La verdad era que la estructura represiva imperial era lo bastante eficaz para poder eliminar a cualquier rebelde, y nosotros éramos apenas niños tratando de prevenir males mayores.

Finalmente, acordamos huir de la nave, e informar a la autoridad competente de lo que se estaba cociendo a sus espaldas, antes de que fuese demasiado tarde. Pero la Providencia tenía otros planes.

Todo pasó tan rápido que dudo poder describirlo con precisión. Pero, para resumir, el Rayo de Zeus se estrelló contra nuestra nave, y debimos escapar en una de las cápsulas, con destino a Janidia. Durante los primeros instantes del trayecto, uno de los escombros del casco frontal del navío se estrelló contra los motores de la cápsula, lo cual nos condujo a un aterrizaje no muy satisfactorio.

Y así, es como volvemos al principio. Me quedé con Loristol, conversando sobre lo que aspiraba a hacer cuando – y si es que – saliéramos de esta.

-Lo que pueda. – fue su respuesta, en lo que miraba hacia el cielo, a través de una de las ventanillas.

A la distancia, el ejército imperial se batía contra sí mismo, cosa que, sospechaba yo, nuestros enemigos no tardarían en aprovechar.

Fue entonces que se escucharon, a lo lejos, los gritos de Kael. Miré en su dirección, y lo vi corriendo a toda marcha hacia nosotras.

-¡Ahí vienen! – exclamaba a viva voz, despertando en nosotras un temor ancestral hacia lo desconocido.

Apenas estuvo lo bastante cerca, entró en la nave y… silencio. Así fue durante algo más de treinta segundos, antes de que se oyera, tras la densa capa de árboles y hierbas, una respiración, que pronto se vio acompañada por una silueta. Y entonces, lo vimos.

Una criatura de aspecto grotesco, de color gris y más grande que un vagón de metro, que se desplazaba girando sobre sí misma, con ayuda de sus numerosos tentáculos.

Distribuidos a lo largo de todo su cuerpo, había numerosos ojos de un color amarillo brillante, con pupilas que recordaban a las de un gato, y en lo que podríamos llamar su “cabeza” (más bien, su parte superior), era visible una enorme boca rodeada de dientes como agujas, poblada por la oscuridad más absoluta.

La criatura, con sus numerosos ojos, no tardó en percatarse de nuestra presencia, en lo que se trate tal vez de la vivencia más aterradora que vaya a poder relatar nunca. Pronto, comenzó a acercarse hacia nosotros, a un paso lento que resultaba, a la vez, inquietante y tranquilizador.

El monstruo se detuvo en la entrada de la nave, y con una pesada respiración, colocó un tentáculo sobre la ventanilla más cercana.

Fue entonces que, por razones que hasta hoy no puedo explicar, me sentí fuertemente atraída hacia él.

Como una niña ante una muñeca, me acerqué con cuidado, ignorando las súplicas de Loristol y Kael. Coloqué mi mano sobre el cristal, a la altura de su extremidad, y de inmediato supe que no tenía nada que temer.

-Abramos la puerta. – dije a mis amigos, que seguramente pensaron que yo había perdido la cabeza – No nos harán daño.

-¿Estás segura? – preguntó Kael.

-Si él lo quisiera, habría destrozado el vidrio sin apenas esfuerzo. En lugar de eso, se limita a observarnos, y está dispuesto a irse si así lo queremos.

Fueron necesarios varios minutos de deliberación para que, finalmente, ellos accedieran a seguir a la criatura. Cuando llegamos, el lugar al que nos dirigíamos resultó ser la entrada de un enorme túnel construido con la misma cera que cualquiera de sus colmenas, en que entramos, no sin recelo, tras el ser que nos había encontrado.

Al alcanzar el final del túnel, fuimos testigos de algo que no hubiésemos esperado ver: allí, en el interior de un espacio iluminado por grandes ventanales en su parte superior, cientos de personas comían, charlaban, e incluso algunos, jugaban a las cartas en grupos.

         -¿Qué es esto? – cuestionó Loristol, incrédula.

-El campo de refugiados de Janidia. – respondí – No van a devorarnos, ya te lo dije. Nunca tuvieron la intención de hacernos daño.

-¿Y por qué nos atacaron, entonces?

Suspiré fuertemente antes de proseguir.

-¿No te das cuenta de todo lo que ha estado pasando? En los últimos diez mil años, el Imperio se ha dedicado a apoderarse de vastas regiones del espacio, esclavizando a sus mismos semejantes con tal de acumular riquezas para menos del cinco por ciento de la población.

Era obvio que alguien que nos viera desde fuera iba a sentirse alarmado. Ellos ya perdieron su patria en el pasado, cuando una especie enemiga los expulsó de su región de la galaxia, y los obligó a dispersarse por el universo. De los que vivieron ese éxodo es descendiente el que nos encontró.

         -¿Cómo sabes todo esto?

La pregunta de Kael, en realidad, ya se estaba tardando en emerger.

-Porque él me lo dijo. – contesté – Su variante de la especie de la que forma parte ha desarrollado la capacidad de transmitir emociones y pensamientos de manera directa, tanto entre sí como, de modo más limitado, con otras criaturas.

-Entiendo… - intervino Loristol - ¿Y cuál es su plan de ahora en adelante?

-Pues… digamos que vamos a tener la oportunidad de advertir al imperio, y si AlAlion nos ayuda, de cambiarlo para siempre. – concluí.

Y así, en nuestros corazones, las esperanzas se vieron revitalizadas.

Los antiguos Alfa creían que su Dios Supremo, AlAlion, había escogido a un hombre y sus discípulos para difundir entre la humanidad el mensaje de que Él era Padre de todos, y a todos buscaba salvar.

Para ello, los proveyó del conocimiento de las cosas ocultas, y los mandó a predicar a las naciones, transformándolos de humildes agricultores, en cosechadores de almas.

Quién podía saberlo. Tal vez, lo que vendría sería una cosecha abundante, un futuro en que, por fin, la humanidad lograra redimirse, y parecerse un poco más a lo que debió ser desde el principio. Pero para eso, teníamos que actuar pronto. Y así íbamos a hacerlo. 

martes, 25 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 9: El juicio de las estrellas

IX. El juicio de las estrellas

-Es una orden, señor Zarthul. – se oyó decir, a través del comunicador, a la general Akim Hedeon, poniéndome, más que nunca antes en mi vida, entre la espada y la pared.

-Pero, señora… - intenté replicar.

-Guarde silencio, y haga lo que se le dice. A menos que no aspire a llegar a viejo…

Sí, ciertamente una decisión difícil. Una que creo que nadie debería tener que tomar.

Yo era el oficial al mando del HMS Rayo de Zeus, tal vez la nave más avanzada de la flota imperial, así como la más letal. No era un navío común: se trataba de un buque nuclear, dotado con decenas de misiles atómicos capaces de borrar una ciudad de la faz de la Tierra. Y era yo quien tenía que apretar el botón que los dispondría a ello.

La guerra estaba a punto de terminar. Los últimos meses, en que el Imperio había movido todos sus recursos para enfrentar a los invasores alienígenas, habían sido realmente malos para el enemigo.

El genio militar de la general Hedeon había brillado como nunca antes, transformándola, de cara a los pueblos de todos los mundos controlados por la monarquía terrestre, en una heroína sin igual, digna de todo honor. Estaba, definitivamente, en el mejor momento de su carrera.

Yo mismo la admiraba profundamente, y me sentía honrado de poder servir bajo su mundo. O al menos, así había sido hasta que su lado más oscuro, ese que no se publicitaba tanto, comenzó a manifestarse.

Con la caída y ejecución del general Valder, el emperador había adquirido un profundo respeto por Hedeon, a quien había integrado a su mismo círculo de consejeros, otorgándole además una autonomía de la que nadie dentro del ejército, incluida ella misma, había gozado antes.

No era para menos. Después de todo, su astucia había salvado a la monarquía de un masivo bochorno cuando los planes del viejo pirata se llevaran a la práctica, y todos vieran la incompetencia del patriarca de los Abraxas a la hora de escoger a sus favoritos.

El problema comenzó cuando Hedeon empezó a dar uso a esta autonomía, en un contexto bélico en que las decisiones difíciles eran cosa cotidiana.

A medida que el Imperio iba recuperando zonas del espacio, fue haciéndose evidente un hecho incómodo, que las autoridades hicieron lo posible por ocultar: nada más y nada menos, que el que los invasores, lejos de alimentarse de la carne de nuestros semejantes, parecían haber cuidado de ellos de un modo mucho más humano de lo que su extraña apariencia sugería, o incluso de lo que los propios hijos de Adán lo habrían hecho.

Las criaturas, en general, se encerraban en sus palacios de cera, mientras dejaban a la población nativa obrar conforme a sus costumbres, intentando alterar lo menos posible la vida de sus colonizados.

Algunos hombres y mujeres, incluso, veían a sus ocupantes casi como libertadores, responsables de un orden social más tranquilo y estable.

Todo nos estalló en la cara cuando, con una virulencia que no habríamos podido predecir, en los mundos que “liberamos” empezaron a emerger numerosos grupos guerrilleros, destinados a apoyar a los invasores. Y con la rebelión, vino la represión.

En dos meses, la general Hedeon había sido responsable de seis bombardeos atómicos sobre mundos enteros, destinados no tanto a aniquilar a los insurgentes como a arrancar de raíz la rebelión.

Esto ciertamente me impactó, pero no era algo que el ejército imperial no acostumbrara a hacer. Contrario a bajar a tierra, y cazar como cucarachas a los supervivientes del ataque.

Los rumores que circulaban eran terribles. Ni más, ni menos. Niños siendo quemados con armas químicas, y mujeres embarazadas cuyos vientres eran abiertos a punta de espada, eran sólo algunas de las atrocidades que se relataban.

Yo, por fortuna, había tenido la suerte de no tener que participar directamente en ninguno de estos crímenes, cosa que agradecía a AlAlion cada día. Hasta que, finalmente, mi suerte se acabó.

-Señor Zarhtul, esta es su última oportunidad: presione ese botón, o su familia deberá lamentar la prisión además de un difunto. – insistió la mujer a través del comunicador.

Sí, la fortuna me había abandonado, y era momento de tomar una decisión. Podía ser causa de decenas de millones de muertes, o morir sabiendo que mi familia debería sufrir las consecuencias de lo contrario.

Volteé mi mirada hacia la fotografía enmarcada a un lado de mi escritorio. Allí, veía las sonrisas de mi esposa e hijas, mismas que ahora, con bastante seguridad, no tendría oportunidad de apreciar de nuevo.

Recordé mi última conversación con mi esposa meses atrás.

-Estoy muy orgullosa de ti. – me decía – Por el hombre en que te has convertido. Eres amable, paciente, honesto y amoroso. Lo mejor que ha ocurrido en mi vida.

A ella la había conocido en un culto alionista, fe en peligro de extinción pero que, pese a todo, seguía siendo para mí fuente de mis principios e identidad.

“No olviden nunca el ejemplo del Ungido del Señor: nunca hizo él más que cuando estaba en la cruz”, decía uno de los que, tras su muerte, continuarían su legado. “Por eso el Altísimo le dio el honor de secundar al Nombre por encima de todos los nombres, ante el cual se doblará toda rodilla, y del que toda lengua confesará Su Señorío”.

“Por tanto, amados míos, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, pues es AlAlion quien produce en vosotros así el querer, como el hacer. No es engañéis, de Él nadie se burla: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”.

Las palabras del Apóstol impactaron en lo profundo de mi corazón, con toda la potencia de una explosión nuclear. Sí, cierto era: todo lo que el hombre sembrare, eso también segará, así en el Cielo como en el Pléroma, en el Infierno como en las Tinieblas Exteriores.

Si yo elegía mi bien por sobre la justicia, la historia y la eternidad me lo cobrarían. Y sobre todo, sería por siempre incapaz de sentirme merecedor de los halagos de mi amada, que ahora no podría sino avergonzarse de seguir con vida.

Sin perder ni un minuto, activé el control manual de la nave, y la dirigí hacia el norte. Directo a la nave desde la que Hedeon planeaba su horrible genocidio.

Y así, entregué mi vida por lo que mi Dios veía como justo. Antes del impacto final, miré al espacio a través de la ventanilla de la nave. Era hermoso, más de lo que recordaba.

A lo lejos, las enormes estrellas del Creador fueron testigos de mi hazaña. Su juicio era suficiente recompensa para mí. Pronto las vería desde fuera del tiempo, desde donde ayudaría a mi esposa e hijas a vencer al mal, tal y como yo lo había hecho: siendo el motor del orgullo de los que las acompañaran en este valle de lágrimas, a fin de que el tribunal sempiterno que AlAlion inspiró a Asherah pudiese declarar su inocencia.

Estrellas en ruinas, cuento n° 8: Danza de traidores

VIII. Danza de traidores

Sí, definitivamente el orgullo es mal consejero. Y ahora, mientras veo ante mis ojos el terrible destino que el Imperio reserva a los traidores, me doy cuenta de la magnitud del error de creerse más listo de lo que uno es, o de, por el contrario, subestimar a los propios rivales.

Mi nombre es Krynn Valder, y fui una vez el pirata más temido en todo el territorio del Imperio de la Humanidad. Tras tomar por asalto mi querida nave, el Sepulcro de Hierro, y eliminar a los bastardos que atormentaban a mi tripulación, me dediqué durante décadas al pillaje y saqueo de las rutas comerciales imperiales, esclavizando a los niños ricos que las atravesaban, y traficando con la tecnología que lograba encontrar.

Hice una gran fortuna en el proceso, más grande de lo que podrías imaginar, misma que oculté en un planeta perdido de la mano de Dios, al que creo que difícilmente alguien llegue pronto.

La mentalidad de un pirata es curiosa. Tenemos una serie de códigos que un filósofo del siglo XIX referiría, acertadamente, como “conciencia de clase”. Cuando un pirata ataca una nave, lo primero que hace es eliminar o someter a todo tripulante que esté allí por propia voluntad, ya sea por amor al dinero o por esa devoción al poder que tienen algunos hombres, que se gozan con la idea de poder atormentar a unos pobres diablos de clase inferior, reclutados a la fuerza para un trabajo que nadie debería tener que hacer.

De entre las hijas de la familia de un mercader que había tenido la imprudencia de traerlas consigo, me hice con dos esclavas personales. De una he olvidado su nombre, pero la otra permanecerá en mi memoria mientras tenga vida, por la franca admiración que llegué a desarrollar por ella con el paso de los años.

Su nombre era Akim, y era la mayor de la prole de los Hedeon. Joven hermosa y de gran inteligencia, cuidaba de su hermana menor con la diligencia con que una madre lo haría. Así que cuando ella enfermó durante un viaje particularmente largo por el espacio, en que no teníamos acceso a medicamentos que pudiesen tratarla, fui testigo de sus lágrimas de desesperación e impotencia.

No voy a intentar preservar mi imagen: el dolor de la chica, lejos de enternecerme, nutría un deleite derivado no sé si del sadismo o del rencor hacia los que, como su padre, veían a los hombres caídos en desgracia, el tipo de hombre que era, como mera mano de obra barata.

Sea como sea, lo cierto es que, cuando ella finalmente se las ingenió para robar una cápsula y escapar de mi nave, mi reacción fue una risa incrédula. Definitivamente era lista, pero no sospechaba aún hasta qué punto.

Años más tarde, llegaron a mis oídos las noticias sobre una joven promesa de la Armada imperial, que habiendo escapado de un navío pirata siendo adolescente, se las había ingeniado para ascender en las jerarquías militares del Imperio.

Mi incredulidad mutó en la admiración que ya referí al ver una imagen suya, y constatar que se trataba de aquella chiquilla a la que, años atrás, había ofrecido la opción de transformarse en mi amante, a cambio de ciertos beneficios entre mi tripulación.

Confieso que, durante algún tiempo, temí las represalias que ella, aprovechando su nueva jerarquía, podría tomar contra los de mi tipo. Para mi suerte, mis temores nunca se materializaron, ya que jamás tuvo el Imperio la sensatez de cazar como ratas a los que nos dedicábamos a la piratería.

Muy por el contrario, cuando las hordas extranjeras presionaron sus fronteras, el emperador no tardó en buscar desesperado nuestra ayuda, a fin de preservar su trono.

Amaría poder decir que accedí por mi fervor patriótico, pero la verdad es que lo que me movió fue la lección que la vida me había enseñado en esos tiempos: que la guerra es un negocio, y uno de los más lucrativos. Especialmente cuando uno tiene la oportunidad de transformarse en señor de un mundo entero como pago por sus servicios.

Encantado, no me hice rogar, y pronto mi tripulación estaba al servicio de la Corona. Pero, como en toda gran historia, surgió un obstáculo.

El día en que el emperador me concedió aquellos honores militares que mi astucia me había ganado, finalmente tuve la oportunidad de reencontrarme con esa niña, ahora una mujer, que ciertamente no olvidaría la vez en que destruí su vida.

Las cosas fueron incluso más incómodas de lo que esperaba. La mujer evidentemente se acordaba de mí tanto como yo de ella, y nuestra interacción estuvo marcada por lo que seguramente fue una gran afrenta a su dignidad: la de un monarca del todo incompetente que la forzó a rendirme pleitesía.

No tardé en darme cuenta de que esta joven sería un problema para mis planes a largo plazo. La tenía por enemiga a ella, a una de las militares más destacadas de toda la historia humana, que seguramente no perdería la oportunidad de hacerme pagar por todos mis crímenes.

Vaya precaria situación, debo confesar. Si me permitía bajar la guardia, aunque fuese brevemente, tendría graves problemas.

No tardé en darme cuenta de que la suerte no me sonreiría para siempre. La élite militar del Imperio miraba a los de mi tipo con recelo, e incluso en el seno de la familia imperial surgían voces que recriminaban al gran patriarca su proceder. Y, viendo que mis cartas no eran las mejores, empecé a buscar una manera de salir del juego airoso, y llevándome todas las riquezas posibles.

Comencé a servirme de mi nueva jerarquía para mis negocios. Aprovechando el caos de la guerra, me las ingenié para que uno de mis subordinados más cercanos nos obtuviera nuevas ganancias.

En las zonas en que el recuerdo del combate aún estaba tibio, el Imperio había impuesto un ineficiente sistema de racionamiento, destinado a mantener con vida a la población civil.

En una situación tan apocalíptica como en la que se encontraba esa pobre gente, el valor del dinero se relativiza, siendo que, en primer lugar, hay muy pocas personas en posición de vender algo en absoluto.

Así que las que alguna vez habían sido las familias ricas de aquellos mundos no tenían el menor problema a la hora de invertir sus ahorros en la compra de víveres a un alto precio, cortesía de mi tripulación y los corruptos oficiales del Imperio, a los que no había sido difícil sobornar.

Mi plan era acumular la máxima cantidad de oro que me fuese posible, y cuando la guerra acabara, huir con el tesoro. Pero, como podrá imaginar el lector, las cosas nunca son tan sencillas.

La general Akim Hedeon, curiosamente, hacía lo posible para mantenerme cerca en nuestras reuniones, y a menudo se encargaba personalmente de mantenerme bajo vigilancia, a fin de obstaculizar mis planes.

Era evidente que ella, que de tonta no tenía una célula, estaba al tanto de mi carácter, y de lo que sería capaz de hacer si se me daba la oportunidad. Así que debí invertir nuestros horarios de sueño, con todo el costo que eso tendría en términos de cansancio y salud mental, para dedicarme a tales labores.

Comencé a devolverle el favor. Hedeon era admirada, pero también muy odiada y despreciada por sus colegas. Ella, después de todo, no era una princesa o la hija de un gobernador, sino la plebeya hija de un mercader de segundo orden que, sólo a base de humillar con su talento a sus rivales, se las había ingeniado para llegar a lo más alto.

Aproveché eso para acercarme a tales rivales, que para este punto estaban más que conscientes de mi pasado con la joven. A algunos me costó persuadirlos, pero finalmente accedieron a trabajar para su caída. Otros, fueron más fáciles de convencer que un perro al que se le ofrece pan.

El plan era simple: sabotear las acciones militares comandadas por Hedeon, y luego recriminarle su presunta incompetencia con el emperador. Era ingenioso, sin duda, pero el juego, como todos, tenía sus reglas.

En una ocasión, durante una cena en uno de los palacios del emperador, ella finalmente se acercó a mí para confrontarme.

-No creas que no he notado tus tonterías. – me dijo – Y no creas que te lo dejaré pasar. Juega con cuidado. Porque cuando esta guerra acabe y el monarca muera, no habrá la menor excusa para que sigas con vida.

-Con algo de suerte, tampoco será tu caso. – fue mi réplica, ante la que ella ni siquiera reaccionó.

Para este punto, estábamos jugando una letal partida de ajedrez, en que el premio mayor era la cabeza del otro. Mis planes no tardaron en comenzar a rendir frutos.

Una semana después de nuestro encontronazo, la flota imperial fracasó en su intento de tomar Vhalkanis, uno de los centros industriales del Imperio, de sus enemigos. Esto, evidentemente, tuvo su costo para la responsable de organizar las operaciones. Fui testigo, en nuestro cuartel general, de las amenazantes reprimendas que el emperador en persona le dio, a través de un comunicador holográfico.

-Espero que este desastre no se repita, Hedeon. Caso contrario, vas a ser castigada como corresponde a una incompetente de tu tipo. – dijo el viejo, mientras la mujer evidenciaba en su mirada el estar luchando por no contraatacar.

-Así será, Su Majestad. Que Asherah bendiga su reinado. – le contestó, como era debido de acuerdo al protocolo.

Las cosas no podían ser mejores para mí. Un fracaso más por parte de mi adversaria, y tal vez recibiría literalmente su cabeza en bandeja de plata.

Esa misma noche, me reuní una vez más con mis colaboradores en esta operación. Aparte de algunos miembros clave de mi tripulación, había, según señalé, varios oficiales imperiales, dispuestos a ver la caída de la temida militar.

De entre ellos, destacaba nada menos que el segundo al mando del emperador, de nombre Helz Zhalem, quien había accedido a mi oferta tan pronto como se la presenté.

El hombre me vio llegar, y me saludó calurosamente, antes de proceder a informarme de cuáles serían nuestros movimientos en la siguiente batalla.

-He hablado ya con los responsables de los cazas que debían ayudar a romper las líneas del enemigo. Han acordado conmigo un retraso de quince minutos en su despegue, que será suficiente para que las fuerzas imperiales se vean sobrepasadas.

Me relamí los labios, ya saboreando mi victoria. Los peones de mi adversaria se habían acabado, y mi reina estaba a punto de concretar el jaque mate.

“Una lástima”, pensé para mis adentros. “Pudimos llevarnos bien, Akim”, dije en mi corazón, en lo que una sonrisa malévola se dibujaba en mi rostro.

-Entonces, general Valder, ¿qué planes tiene para después de la guerra? – me interrogó el hombre.

-Aún no lo he pensado. Posiblemente me retire con lo que hemos ganado, o me haga de un feudo en alguno de los mundos bajo control imperial.

-¿“Hemos ganado”, general?

-Soy un pirata, amigo. Lo mío es el sacar ventaja de la incompetencia de las autoridades.

-Qué arrogancia, Valder. A veces, conviene ser más humilde. – respondió él.

Y con esas palabras, las compuertas traseras de la habitación se abrieron de par en par, revelando la presencia de alrededor de una veintena de soldados armados, que inmediatamente se lanzaron sobre nosotros.

Intenté escapar, pero por muy pirata que fuera, el entrenamiento de cualquiera de esos hombres era difícil de igualar. Y así, acabé siendo reducido y con mi cara golpeando bruscamente el suelo, en lo que uno de ellos me esposaba.

Y entonces, al levantar la mirada… jaque mate. Allí, de pie y sonriendo maléficamente, Akim Hedeon se acercaba lentamente en mi dirección. Ese desgraciado se las había ingeniado para humillar mi astucia. Definitivamente debería haber desconfiado más de mi propia habilidad para leer a las personas.

Hedeon me visitó en mi celda. Y como podrá imaginar el lector, su intención no era otra que la de burlarse de mí, mientras yo la miraba con sonrisa amarga.

         -Eres más lista de lo que pensé. – le dije.

         -No. Sólo eres demasiado estúpido. – contestó ella.

         -¿Cuánto tardaste en averiguar lo que estaba haciendo? – le pregunté.

         -Menos de una semana. – fue su respuesta.

         -¿Y por qué tardaste tanto?

Ella volvió a sonreír, antes de contestar:

-Porque caso contrario no habría podido disfrutar tu monumental cara de vaca boba cuando te atrapé. – me dijo, antes de retirarse de vuelta a sus aposentos.

Escribo esta última entrada de mi diario personal, esencialmente, porque soy un buen perdedor, y la señorita merece su reconocimiento.

Me encuentro en el corredor de la muerte, a punto de ser hervido en aceite como pena por mis crímenes. Destino horrible como pocos, sí, pero no puedo decir que no me lo busqué.

En fin. Este tipo de juegos es como el baile: una serie de pasos predefinidos en que, sin embargo, tu tacón siempre puede hacerte caer. Con la diferencia de que, en esta danza de traición y rencores, tu compañero siempre está buscando la manera de que sea tu cabeza, y no la suya, la que acabe por rodar. 

La Corte de AlAlion, capítulo n° 2 : La confrontación

Capítulo 2 La confrontación Victoria llegaba a casa, tras lo que sin duda había sido un muy satisfactorio triunfo contra la que consideraba ...